Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.
Winston Churchil
Las medias jornadas sirven para descansar, pero también para hacer un alto en favor de la reflexión, de la perspectiva y el ajuste de ruta. Esa no es una opción de la actual administración, porque además de inútil, deben considerarla sospechosa.
Su idea del trabajo administrativo y político que tienen encomendado es la de cualquier autocracia que se precie, o sea, mantener las velas del barco sin cambios, aunque se hayan anunciado tormentas o riesgos de naufragio. Nada. Todo sigue igual. Aquí no hay más que estar de acuerdo y aplaudir o convertirse en un enemigo. Esta nación solo enfrenta la disyuntiva de dos caminos, el mío y el de los traidores a la patria; una ruta definida que no tiene más destino que los desencuentros, una confronta que no dialoga, que teniendo el poder, impone.
Este penoso reduccionismo es palpable y afecta al conjunto social, pero es la estrategia calculada, pues provoca la generación de un reflejo inverso, definiendo extremos que al final se tocan, viviendo la cosa pública, la discusión política, bajo una dinámica de exclusiones, acumulando pertrechos que guardan en sus respectivas bolsas de intolerancia.
El cálculo de la animadversión es preciso porque destierra las dudas, las vacilaciones, atribuyendo al que cuestiona la suciedad del enemigo, sacándolo de la bolsa de los incondicionales. La única verdad posible es la que ellos poseen, sea cual sea el extremo, fuera de ella solo están los otros, los que no se definen en alguna trinchera, en un espacio que no se entiende y que también, igual que los otros de enfrente, merece la aniquilación.
Los extremos juegan el peligroso juego de carcomer la diversidad social, perdiendo los nuevos ropajes de la tolerancia y de los valores democráticos que fueron confeccionados con la lucha, el esfuerzo y tesón de millones, apenas hace unas décadas y que hasta hace poco celebrábamos. Gracias a los cuales, por cierto, tuvieron los que ahora gobiernan la oportunidad de hacerse del poder.
No obstante, la peligrosa simplificación repite y repite el machacón argumento de que todo lo hecho en el pasado inmediato es basura o inexistente, según los estándares de la nueva y única moralidad. Se aspira a que perdamos la memoria y a reiniciar nuestras mentes sobre la base de un principio que atropella incluso aquello que cimentó su misma construcción. Es ofensiva la apuesta de arrasar sobre la base de que el principio soy yo y que nada ha sucedido antes de su arribo. Ofende por su maniqueísmo y su insustancialidad, cuyo propósito es identificar a su enemigo. Del otro lado, en el otro extremo, crece un pueblo ahora ofendido y engañado que se asume también con su verdad indiscutible, acuden a alimentar lo que tanto señalan y critican en los de enfrente: dos murallas definidas.
En medio de la mezcla de denuestos, nos encontramos muchos que observamos el deterioro de nuestra vida política, pública, legal, social y de vida toda. Ahí estamos muchos, espero, que nos negamos de ser presas de la esquizofrenia pública dividida en reductos y trincheras, en las que se plantea que fuera de sus alambradas solo pueden estar todos a los que hay que disparar.
Creo que más allá estamos otros que apreciamos el país en su riqueza pluriétnica y multicultural, en su diversidad y pluralidad, en sus debilidades pero mucho más en sus fortalezas, esas que sin duda están bajo el asedio de los bandos blancos o negros, de esos que no reconocen la necesidad de modificar la consigna fácil y elevar el debate y generar las condiciones que superen las circunstancias dolorosas que vivimos.
La estrechez que hoy domina impide mirar la urgente necesidad de construir mediante el diálogo, pisos mínimos de coincidencias que apuesten por procesos de reconciliación y respetos básicos para andar los caminos minados en que nos encontramos y enfrentar nuestros problemas. Los soliloquios de quienes ven solo en bicolores obstaculizan y cancelan la esperanza de encontrar una ruta común de salvación.
DE LA BITÁCORA DE LA TÍA QUETA
18 de las 50 ciudades más violentas del mundo están en México, de las 10 primeras 8 son mexicanas.